El niño del Santo Cáliz


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Ocurrió en la ciudad de Soria, hace tanto tiempo, que cuando la escuché, sentado sobre las escalinatas que dan acceso a la ermita de San Saturio, pensé que aquél afable anciano me estaba contando un cuento. Recuerdo la mañana, plácida, como hacía años que no recordaba otra y también el pensamiento que acudió a mi mente, posiblemente al mismo tiempo que la pluma de un ave pasó planeando entre los dos hasta posarse suavemente en el suelo, a mis pies, haciéndome sentir, por un momento, un entrañable tonto como Forrest Gump. En efecto, antes de que el viejo comenzara a contarme la historia, pensé que la primavera -coqueta en el fondo, como toda mujer que se precie- se había vestido de gala para enamorar al verano que, aunque a regañadientes -no en vano, el cambio climático se adivinaba cada día más cercano, como un fantasma preparándose para espantar el orden natural de las estaciones-, ya comenzaba a dar señales de despertar.
Por alguna razón que desconozco, y que más tarde olvidé preguntar -no recuerdo si adrede o por casualidad-, el guarda no había acudido todavía a abrir, mientras a lo lejos, a la altura aproximada de la esplanada donde las tradicionales Bailas despiden la fiesta del buen San Juan, la gente comenzaba a aparecer, seguramente para solicitar los favores del santo patrón, pues no en vano San Saturio arrostra merecida fama de milagrero y mucha es la fe que las buenas gentes de Soria tienen depositada en él.
En el cielo -creo que es oportuno añadir que nunca había creído en augurios ni en manifestaciones de índole sobrenatural- cuatro águilas planeaban con suprema elegancia, formando una pequeña cruz sobre la aguja gótica de la ermita, cuya cruz de hierro parecía atraer los rayos del sol como si de un imán se tratara.
Lejos de dejarme impresionar por aquél detalle, que posiblemente para otro hubiera supuesto, sin duda, una señal -si no de Dios, al menos sí del Diablo o de la providencia, que también juega sus cartas- rebusqué con ansiedad en los bolsillos de la camisa y saqué un paquete de cigarrillos, dispuesto a mitigar la espera lo más plácidamente posible.
- A mi edad, pocas cosas pueden hacerme daño ya, -dijo el viejo, sonriendo enigmáticamente, mostrando, al hacerlo, una dentadura invadida por el sarro, en la que faltaban numerosas e importantes piezas.
Fumamos en silencio durante un rato, observando con curiosidad el entorno que nos rodeaba y que por añadidura, nos envolvía con similar dulzura a como los brazos de una madre envuelven a su retoño. El Duero, generoso en caudal -no en vano arrastraba en su seno las abundantes nieves del invierno, de las cuales el pico más alto del Moncayo ofrecía aún certero testimonio- discurría plácidamente y a lo lejos, junto a la pilastra del antiguo puente de hierro -oxidado por los efectos devastadores de la lluvia, el tiempo y el olvido, puede que intencionado, del Ayuntamiento - un pescador lanzaba una y otra vez el sedal, que a su vez, como si se tratara de un círculo interminable, era arrastrado por la corriente una vez y otra y cuantas veces fueran las que el buen hombre lo lanzase al agua.
Frente a nosotros, no muy lejos del lugar donde una placa de mármol devolvía parte de la admiración del poeta Antonio Machado por Soria, un centenario chopo languidecía en soledad, mientras por sus ramas correteaba -desconfiada y huidiza por naturaleza- una ardilla de pelaje marrón oscuro y cola curiosamente albina.
El viejo tosió entonces un par de veces, y después de limpiarse con el dorso de la mano los restos de saliva que habían quedado como evidencia en su prominente barbilla, dijo misteriosamente:
- El verano será caluroso este año. Dicen que ocurrió lo mismo cuando encontraron al Niño del Santo Cáliz. También entonces el Duero se mostró generoso de caudal y las águilas volaban inquietas en el cielo...
Sin saber exactamente de qué estaba hablando, aunque invadido por una humana curiosidad, acerté a repetir, más que a preguntar:
- ¿El Niño del Santo Cáliz?.
Observé, mientras el viejo se tomaba unos momentos para responder, a una joven que venía corriendo hacia nosotros, ascendiendo la cuesta con lentitud. Vestía un chandal de color gris y zapatillas blancas. En los oídos, mostraba unos pequeños auriculares conectados a un walkman que se balanceaba peligrosamente de su cintura, corriendo el riesgo de caer al suelo y hacerse pedazos. La joven, que no parecía haberse percatado de semejante detalle -no debía de tener más de diecisiete años- tenía el cabello de color castaño claro, y lo llevaba recogido en una larga coleta, que se balanceaba a un lado y a otro, como la cola inquieta de un caballo. Cuando apenas se hallaba a unos metros escasos de donde nos encontrábamos sentados, el viejo continuó:
- En realidad, le pusieron de nombre Moisés. Ya sabes, por la semejanza con ese otro del relato bíblico...
Hizo otra pausa. Luego, mirándome fijamente -tuve la sensación, lo juro, de que sus ojos, negros como esos agujeros que según dicen, existen en el espacio y son capaces de engullir hasta galaxias enteras, estaban a punto de devorarme- preguntó:
- Por cierto, ¿crees en Dios?.
Antes de que pudiera responder, la muchacha -que por aquél entonces había rodeado la pequeña plazoleta que se hallaba al pie de las escaleras, y en las que muchos turistas que no tenían ganas de pasear aparcaban su vehículo- había dado media vuelta, desandando el camino hacia abajo, aumentando de manera visible la velocidad.
- Supongo que sí, -contesté, aunque ni yo mismo estaba seguro de cuáles eran, en realidad, mis convicciones religiosas. De hecho, pensaba que éstas brillaban por su ausencia.
- No es cuestión de suponer, -dijo el viejo, mirándome con severidad. Se cree o no se cree.
Antes de que yo tuviera ocasión para la réplica, el viejo prosiguió diciendo:
- Si no eres creyente, poco o nada importan los detalles de lo que te voy a contar a continuación. Pero, en fin, aún es pronto para emprender el camino a casa y hace un día muy agradable, ¿no crees?.
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