Enigmática Colegiata de Santa María la Real de Sar




Afirmaba Juan García Atienza, en una de sus obras más conocidas (1), que la Colegiata de Santa María la Real de Sar, coincidía, allá por el siglo XII cuando fue concebida, no sólo con el célebre Maestro Mateo –al que en algunas fuentes medievales, se llegó a considerar nada menos que como un oscuro arquitecto al servicio del rey Fernando II de León-, y toda una notable generación de arquitectos –entre ellos, el no menos misterioso Maestro Esteban, de cuyas labores en Compostela, se da constancia en fuentes ajenas al Codex Calistinus o Liber Sancti Iacobi, donde no consta y conservadas en la catedral de Pamplona, en cuya construcción así mismo participó-, sino también, con el instante en el que los primeros freires templarios regresaban de Tierra Santa, trayendo consigo una hipotética –esta palabra es un añadido mío- iniciación que habían adquirido entre los escombros de aquél Templo de Salomón que poseyeron como primera sede de la Orden, y que, de hecho, se convirtió en su Casa Madre. Situada a las afueras e indefectiblemente eclipsada por una ciudad que también por aquél entonces, se arremolinaba alrededor de uno de los edificios religiosos más importantes de la Cristiandad, la catedral que albergaba los supuestos restos de Santiago el Mayor -seguramente, nunca se dé por finalizado el antagonismo existente entre la figura de éste y la no menos significativa de Prisciliano-, de los orígenes de este, cuando menos curioso lugar, situado en una de las riberas de un río del que se apropió el nombre, cabe decir que todavía, nueve siglos después, continúan envueltos en un aura de misteriosa leyenda.

Relacionarlo con una orden medieval de monjes-guerreros tan carismática como la Orden del Temple, no deja de ser, en el fondo y dada la carencia de documentación testimonial que lo avale –oportuno sería mencionar, que a éste respecto, Galicia no está tan muda como pudiera parecer a priori-, un mero ejercicio de hipotéticas probabilidades que, no obstante sus aparentes inconveniencias, no debería descartarse sin más, pues siendo una parte importante de esos abnegados custodios del Camino, difícil resultaría pensar, que no hubieran establecido sus estandartes en pleno corazón y alma de éste, cuando tuvieron encomiendas de cierta importancia en lugares relativamente cercanos, como el Burgo de Faro y Betanzos, donde contaron con el apoyo de poderosas familias –como los Traba-, que con su presencia, se aseguraban también la disposición de unos magníficos aliados contra las invasiones normandas.

En tal sentido, no dejan de ser interesantes las reflexiones de algunos autores –entre ellos, el mencionado Atienza-, con respecto a la identidad –dato curioso, o cuando menos significativo- de esos misteriosos nueve canónigos –sospechosa cifra, si tal número fueron en realidad, como afirma, y que recuerda, qué duda cabe, a la de los primeros miembros fundadores de la Orden-, que se instalaron en primera instancia a este lado del río Sar, y cuyo número parecía ser invariable, iniciándose las obras en 1134, a instancias del canónigo de Compostela D. Munio Alfonso, obispo dimisionario de Mondoñedo –aquélla zona lucense tan particular, que también conoció la presencia templaria y donde todavía persiste la legendaria historia de la degollina de una treintena de monjes-guerreros en la isla de Coelleira, en Vivero, llevada a cabo por miembros de la poderosa familia asturiana de los Quirós, instigados por el rey Felipe IV, del que eran vasallos-, que por aquél entonces, como muy bien nos recuerda Álvaro Cunqueiro, recibía el sugestivo y romántico nombre de Bretonia. Munio Alfonso falleció en 1136; y dato interesante: el continuador de las obras, fue el polémico primer Arzobispo de Compostela, Diego Gelmírez, de quien se sabe que, aparte de su azarosa vida política, realizó numerosos viajes por Francia e Italia, de los que se trajo no sólo nuevas técnicas de las allí observadas, sino que posiblemente, también canteros cualificados capaces de ejecutarlas a este lado de la frontera. Tampoco Gelmírez vivió lo suficiente para ver terminada la obra; pero, por alguna misteriosa circunstancia, tal misión, con imperiosa demanda, le fue encomendada a su sucesor, Pedro Gundestéiz.

Terminada entre 1168 y 1172, los misteriosos canónigos, fueron honrados con toda clase de prebendas y privilegios, hasta el punto de llegar a poseer una de las mayores fortunas, no sólo de Galicia, sino también –como continúa afirmando Atienza-, de Castilla entera, quien termina preguntándose, quiénes eran en realidad y de dónde procedían.
Junto a este misterio, que sugiere una posible relación con la Orden del Temple, la Colegiata de Santa María la Real de Sar, constituye además, por sí misma, todo un conjunto de enigmáticos detalles. Apenas han sobrevivido nueve arcos -casualidad, no cabe duda-  de su primigenio claustro románico, precisamente aquél claustro atribuido al Maestro Mateo o cuando menos, surgido de sus talleres. Pero uno de los detalles que más llaman la atención, es el aspecto de los arbotantes exteriores que, por poner un símil, parecen las patas de una formidable araña. Esto se realizó, para la sustentación de un muro que, por diversas circunstancias sobre las que todavía no se han puesto de acuerdo los expertos-, amenazaba con volverse abajo: ¿construido a propósito con una inclinación y un fin determinados?;  ¿fallo técnico de los constructores, al elevar en demasía las bóvedas?; ¿su asentamiento en un terreno arcilloso y plástico, compuesto principalmente por los sedimentos del río Sar?, ¡quién sabe!. Pero lo que es evidente, es que la sensación que se tiene cuando se entra en el interior de la iglesia, observando la inclinación de los pilares, es de que éstos corren el riesgo de caerse sobre el suelo como si fueran un castillo de naipes, sensación que no deja de tener, en el fondo, cierto sentimiento de riesgo que puede resultar, además, un revulsivo añadido. Que fueran o no los templarios y sus canteros los que levantaran algo que, a pesar de su aparente problemática técnica, no deja de ser una magnífica obra de arte, es algo de lo que posiblemente nunca lleguemos a estar del todo seguros. Ahora bien, hay un pequeño detalle, que puede ayudar a mantener viva una pequeña ascua en tal sentido; y es que, al igual que ocurre y generalmente pasa desapercibido en otro templo que se les atribuye, aunque sin pruebas documentales, ubicado en la población zaragozana de Luna, también aquí, en uno de los capiteles interiores, una pequeña cruz paté surge, como un desafío, de entre unos motivos vegetales.
No puedo, si no finalizar la presente entrada, con otro detalle artístico posterior en el tiempo, es evidente, pero que resulta, cuando menos, bastante más que curioso. Y es que hay una imagen de San Roque, el enigmático santo caminero, que recuerda aquél poema de Miguel Hernández, titulado Con tres heridas: la de la vida, la del amor y la de la muerte. Si alguien recala en el interior de la iglesia y se acerca a la referida imagen de San Roque, podrá comprobar que la pierna herida que nos muestra -la señal de los iniciados- no muestra aquella solitaria y tremenda herida infligida por el dedo del ángel, sino tres heridas en forma de triángulo. Eso, por no mencionar algunas otras peculiaridades, como el simbolismo de algunos canecillos -el cantero, transportando indolente su piedra, cabezas monstruosas surgiendo de la floresta que recuerdan las antiguas divinidades celtas, una curiosa psicostásis-, los motivos solares de las metopas, donde no faltan dobles espirales, algún nudo de Salomón y esa representación -presente también en algunos lugares de la provincia, como San Esteban de Atán-, que en algunos ámbitos de conoce como cruz de Carlomagno y cuyos nudos conforman una perfecta cruz paté o la forma hexagonal de su ábside principal, un modelo posiblemente heredado de los templos orientales que puede concordar con las primeras declaraciones de Atienza, referente a los conocimientos que se trajeron a Occidente de vueltas de las Cruzadas y que, de hecho, era un modelo ya utilizado por un maestro, cuya vida y gran parte de su obra, permanecen todavía en el más absoluto de los misterios: el Maestro Esteban.

 
(1) 'El Camino de Santiago. La Ruta Sagrada', Ediciones Robinbook, S.L., Barcelona, 2002.

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